Por: Henry Córdova Bran
El pasado 28 de
diciembre, Benjamín González, un joven chileno de 17 años debía leer el
discurso de graduación que había sido previamente aprobado por las autoridades
del colegio del Instituto Nacional de Chile. Sin embargo, Benjamín cambió el
discurso aprobado por otro con un contenido crítico a su escuela, al sistema
educativo y a la sociedad chilena. Un acto de rebeldía que reanudó una vieja
polémica.
Los asistentes a la
ceremonia de clausura del año escolar del Instituto Nacional de Chile experimentaron
un choque en sus emociones personales. El joven que tenían al frente estaba
poniendo el dedo sobre la llaga y la pus brotaba línea tras línea de un
discurso “políticamente incorrecto”. Aplausos y pifias se confundieron. El
objetivo se había logrado, la polémica rondaba entre los asistentes y se
trasladaría luego a la ciudad, al país y a través de las redes sociales
cruzaría las fronteras en los días siguientes.
Benjamín González
obvió el discurso protocolar, el que año tras año se complace de ser escuchado,
plagado de lugares comunes, de frases hechas que palabras más palabras menos
dicen lo mismo, el protocolo de decir lo que las autoridades quieren escuchar.
El anuncio de alerta de leer un texto distinto al que le habían aprobado
seguramente desconcertó a más de uno, luego enfiló sus baterías con un párrafo
contundente: “Hoy, vengo hablar de
aquello que todos como Institutanos callamos. De aquello que la historia
oficial prefiere olvidar y dejarlo fuera de lo público. De aquello de lo cual
todos somos culpables: las autoridades por ocultarlo bajo el manto de la
tradición o el amor a la insignia, los Institutanos fanáticos que abalan y defienden
irracionalmente conductas que rozan en lo enfermizo y los Institutanos que
reconociendo la enfermedad, no hacemos nada al respecto: ni irnos del colegio,
ni intentar cambiar algo”.
El joven estudiante
comenzó a herir el orgullo del colegio Instituto Nacional y sus 199 años de
historia en los que se le ha llegado a considerar como el colegio más
emblemático de Chile. Las pifias y murmullos no se hicieron esperar. Pero ¿qué
es lo que llevó a este muchacho de 17 años a realizar este acto, cuál era la
crítica y en razón de qué se salió del libreto de lo “políticamente correcto”?
El debate de la educación pública y el mundo que
construimos
En Chile se han
vivido en los últimos años las jornadas de protesta más significativas en torno
al tema de la educación pública. Jornadas en la mayoría de los casos dirigidas
por los propios estudiantes que desde la llamada Revolución de los Pingüinos
del año 2006 en la que más de 600 000 estudiantes chilenos secundarios salieron
a las calles para reclamar entre otras cosas por la subida de la tarifa de la
Prueba de Selección Universitaria (PSU) y la derogatoria de leyes que atentaban
contra la equidad en la educación chilena. En los años 2011 y 2012 fueron los
estudiantes universitarios quienes pusieron en jaque al gobierno de Piñera al
salir a las calles en una larga Huelga que denunciaba el carácter privatizador
de la educación. En todas estas manifestaciones se abría la polémica en torno
al mundo que se construye con sistemas educativos en los que el negocio parece
estar por encima del factor humano.
El discurso de
Benjamín González se inscribe en esa línea. Denuncia las verdades que se callan
en el sistema educativo, que hace de la historia un resumen bastante laxo y
dudoso de los hechos. En este sentido, en su discurso afirmó que el colegio se
glorifica de contar entre sus ex alumnos a 18 presidentes de la República, sin
embargo, lo que no se dice, reflexiona Benjamín es que “no son pocos los que
tienen las manos manchadas con sangre de este pueblo” y menciona entre otros ex
presidentes a Anibal Pinto “quien nos
condujo a una absurda guerra contra nuestros hermanos peruanos y bolivianos por
intereses oligarcas. Esta guerra, la Guerra del Pacífico, causó 3 mil bajas en
Chile y más de 10 mil bajas en los países vecinos”.
El discurso condena
la falsa historia que se intenta vender a los estudiantes, el orgullo casi
“chovinista” del colegio que se inculca en sus estudiantes, haciendo notar que
ellos y solo ellos son los infalibles frente a los otros colegios. El chip del
éxito centrado en lo económico también es condenado en el discurso “El éxito no
como un instrumento para un fin mayor y más noble (la felicidad, por ejemplo).
Sino como la meta final de la vida. Un éxito aparente eso sí, un éxito centrado
sólo en lo económico” enfatiza el estudiante. Asimismo critica el carácter
discriminatorio de la educación chilena que condena a la mayoría de jóvenes del
país a una educación de mala calidad frente a los pocos que tienen acceso a
mejores oportunidades porque pueden pagarlas. Luego Benjamín empieza a cerrar
su discurso señalando a manera de anécdotas el desconocimiento del promedio de
los estudiantes chilenos por la comisión Valech o el Informe Rettig
(equivalentes al Informe de la Comisión de la verdad y Reconciliación en el Perú)
sencillamente porque la educación chilena obvia profundizar en esos temas de la
dictadura pinochetista, como sucede también aquí en el Perú.
Al finalizar el
discurso Benjamín González agradece a los pocos maestros que le enseñaron que
la educación no es un negocio y desea éxito a sus compañeros “éxito, pero éxito
de verdad, del que incluye felicidad y crecimiento personal” insiste, casi tan
sereno como empezó. “Compañeros, hoy, se acabaron los 12 juegos. Muchas gracias”
finalizó, quizás aludiendo a la no menos rebelde canción de Los Prisioneros en
la década de los 80.
Este acto, como casi
todos los actos humanos importantes, le ha merecido al joven estudiante chileno
el aplauso y la pifia, la crítica y el aliento, la felicitación y el insulto.
En las redes sociales han desfilado todo tipo de comentarios y no se han hecho
esperar las entrevistas destructivas de CNN Chile de la que Benjamín salió bien
librado y entrevistas de medios alternativos que buscaban ahondar en las
razones de su discurso. Pero nuevamente el dedo estaba puesto en la llaga y nos
salpica desde el vecino Chile hasta este Perú nuestro que tanto o más sufre una
educación pauperizada y una sociedad enferma, en la que los héroes de las siete
de la noche de la televisión son más importantes que nuestra historia y nuestra
literatura. Nos salpica y con razón, pero ¿cuántos actos de rebeldía culta y
con argumentos nos devolverán la esperanza que la abandonada “Gran
Transformación” se empeña en arrancarnos?