Ernesto Sábato era un hombre triste; de tan triste parecía que esa era su naturaleza; más que su cuerpo, su mirada, sus palabras, más que todo eso, Sábato era físicamente triste. Y, sin embargo, siempre que lo recuerdo lo veo pidiéndole a Jorge Valdano, su paisano ex futbolista, que le diera un puñetazo en el estómago: "Para que compruebe lo fuerte que estoy". Y estaba fuerte, hasta hace algunos años; entonces volvió a España, con su compañera, Elvira Rodríguez Fraga, como si se viniera a despedir de este país; al volver a Buenos Aires, a Santos Lugares, escribió un diario, Antes del fin, que complementaba otro libro suyo en el que hacía los diarios de su vejez viajando por este país viejo.
Pero a la vuelta ya se hizo tan mayor su tristeza que convirtió su cuerpo, su memoria y su deseo en pura melancolía, y se fue deteriorando su salud, sin que nunca pudiera pensarse que aquel cuerpo del que tanto se quejaba lo fuera a traicionar, algo que acaba de hacer, para su liberación, quizá, pero también para su congoja. Pues, a pesar de las apariencias, las que él hacía explícitas y las que se le notaban en las oquedades pocas veces risueñas de sus ojos, Ernesto Sábato era también un cascarrabias que amaba la vida, un hombre capaz de alternar su preocupación por la ceguera (la suya, la que lo amenazaba) con las bromas y los dimes y diretes que le gustaba levantar para hablar de la clase literaria a la que pertenecía de lleno pero a regañadientes.
Hace unos días Elvira González Fraga me llamó; ella lleva con la ilusión inmarchitable y con un sentido del humor que siempre contrastó con el pesimismo de su compañero, la Fundación Ernesto Sábato, incrustada en lo más bello de Palermo, el barrio de las librerías y de los escritores de Buenos Aires. Ella era consciente de las enfermedades que la edad otorga a los cuerpos humanos, pero aún así, consciente también de que su compañero había pasado por una bronquitis fastidiosa, aún no era la hora. Y desde la fundación preparaba el homenaje que se le debe al centenario de Sobre héroes y tumbas. El centenario se cumple el 24 de junio, y para ese día ella creía que el agasajo universal tendría presente al escritor de Santos Lugares.
Ya no puede ser. La muerte de Sábato es un trago amargo y simbólico de la Argentina y de la literatura. Él representa a Argentina, con todas las contradicciones que en él actuaron en la baja frecuencia y que también machacaron a Jorge Luis Borges, algunas veces su amigo, y casi siempre su oponente; sobre ellos, de maneras distintas, cayeron los denodados latigazos que ese país le ha dado a la razón para despojar a los hombres de la serenidad de la discusión o el desacuerdo. Esas contradicciones se han reflejado en estos dos titanes ahora ya desaparecidos. Las heridas están en los libros, incluso en las entrevistas que se hicieron juntos y también en los desplantes que se hacían en público y en privado. Hay un libro en el que ambos se enzarzan a hablar de la literatura, de Dios y del diablo, y aunque no se quisieron nunca del todo, ahí se ve que en ambos hay una ternura que acaso es el sustento de la inquietud común: ¿para qué tanto lío si hemos de morir y no quedará ni una línea, ni siquiera un verso sencillo?
Pero ahora que toca certificar el fin de Sábato conviene recordar más su literatura que esas escaramuzas que uno aceptó como riesgos del destino y que el otro, el que acaba de fallecer, convirtió en el trampolín de una decisión civil que lo marcó como un héroe de una Argentina nueva que no acaba de ser nunca una Argentina verdaderamente renovada. Y su literatura, la de Sábato tiene en las contradicciones del ser humano, en los miedos al vacío que convivieron también en su pintura, la esencia de sus imaginaciones, que fueron tan oscuras como las predicciones que él hacía del destino de los hombres, condenados a la ceguera, a la mezquindad y al olvido. El túnel y Sobre héroes y tumbas son como el trasunto de esa oquedad rabiosa de sus ojos. Él quería desaparecer y estar. Una vez, en el restaurante Casa Lucio de Madrid, donde había querido comer huevos estrellados, cantamos juntos, con Elvira González Fraga, una milonga argentina de Reguera, creo: "Se me está haciendo la noche/ en la mitad de la tarde/ no quiero volverme sombra/ quiero ser luz y quedarme". Sábato hizo suyos esos versos, pues él, que ya llevaba avanzados los 90, quería quedarse, seguir, estar, terminarse esos huevos estrellados, seguir viaje a Galicia, a Sevilla, volver a Argentina, vivir, aunque ya su estómago no estuviera tan firme como cuando le pidió a Valdano que le golpeara la barriga, "si viera lo fuerte que está".
En sus diarios españoles (España en los diarios de mi vejez, Seix Barral), escribió esta entrada: "Cuando siento que me falta tanto de lo que gocé en otras épocas, me queda esto, agarrar un papel o sentarme a mi vieja máquina de escribir, vieja y compañera, y anotar esto, esto quizá sin importancia, pero que me hace sentir reunido con los anónimos y sin embargo, por algún misterio, cercanos lectores que estos papeles tendrán".
Quería desaparecer, eso está en sus libros, pero quería quedarse, eso estaba en su mirada herida que ahora se acaba de apagar. Ernesto Sábato, un titán disminuido siempre por la constancia rabiosa de su melancolía.
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